miércoles, 24 de agosto de 2011

EL OBJETO DEL CONOCIMIENTO

Patricio Valdés Marín

El objeto del conocimiento es la realidad del universo de materia y energía. Esta realidad es misteriosa, hecho que no impide conocerla con gran profundidad. Su conocimiento es necesario para responder a tantas interrogantes que nos permiten definir mejor nuestra identidad e indicarnos mejor el sentido de nuestras vidas. El mito, como forma de parcializar el misterio, es un intento para explicar la realidad, pero es errado. Tanto la filosofía como la ciencia persiguen superar el mito para explicar la realidad, determinar su verdad y penetrar en su misterio. Sólo el conocimiento objetivo tiene el potencial para obtener certeza y superar el mito.

El problema del objeto del conocimiento fue abordado por Immanuel Kant (1724-1804), y lo hizo desde la perspectiva del dualismo. Éste, que separa el universo en dos naturalezas irreconciliables –la espiritual y la material–, ha acosado a la filosofía desde que se quiso explicar la antinomia de lo uno y lo múltiple a partir de las posturas contradictorias de Parménides y Heráclito, en el siglo V a. C. La solución de Kant fue propia de quien supone que la realidad sensible y material es caótica y que solo el espíritu puro es capaz de imponer orden desde su propia naturaleza racional.

Kant supuso que no es posible el conocimiento de las cosas en sí mismas, las que pertenecen a la realidad “nouménica,” pues no son objetos de nuestros sentidos. Según él nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto mate­rial de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocer­la por entero. Solo podemos llegar a conocer fenómenos, que son la apa­riencia de la “cosa en sí,” es decir,  las cosas como se nos aparecen o como nos afectan. Puesto que la materia fenoménica constituye lo múltiple y vario, lo caótico e informe, también las sensaciones solas tienen tales características. Este material bruto de las impresiones sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía ca­rente de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos comportamos pasiva y recep­tivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo. El conocimiento sensible en el entendimiento es la síntesis de dos elementos: 1º una materia, que es lo dado y está constituida por datos empíricos que provienen de la cosa en sí a través de las sensaciones, y 2º una forma que está constituida por el espacio y el tiempo, que es a priori e independiente de la experiencia y que sirve para ordenar las sensaciones procedentes de la cosa en sí. Esta forma es inmaterial, pues pertenece al entendimiento, que es inmaterial. De esta manera el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento.

Para Kant, en el conocimiento inteligible hay también una materia y una forma. Su materia es el fenómeno, y está dado por el entendimiento. No constituye conocimiento inteligible mientras no se una al elemento formal a priori y subjetivo que son las categorías, las que sirven para ordenar el conocimiento inteligible. Hay doce categorías que constituyen otras tantas formas de ordenar los objetos en juicios. Ellas son formas a priori de la razón, pues son subjetivas y totalmente independientes de la experiencia, constituyendo condiciones trascendentales del conocimiento. El conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuesta por el sujeto que permite ordenar la experiencia procedente de los sentidos.

La filosofía trascen­dental de Kant es la doctrina que estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en el pensamien­to a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu. En su Crítica a la razón pura, afirmaba: “Nuestro pensa­miento se origina de dos fuentes básicas del espíritu: la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representacio­nes, en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensa­miento un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación”. La distin­ción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y concebirlo como un conte­nido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al sujeto.

El problema latente que Kant debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente a priori, estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Así escribía en la obra citada: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema trascendental”. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nico­lás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. La influencia de Kant en el idealismo alemán, el existencialismo y la fenomenología ha sido decisiva.  

La solución propuesta en este ensayo contradice radicalmente la epistemología de Kant. Ella es monista y se basa en dos principios. 1º El intelecto, ubicado en el sistema nervioso central con su densamente interconectado amasijo de neuronas, tiene por función estructurar contenidos de conciencia, que son representaciones de la realidad objetiva. 2º También tiene por función sintetizar los contenidos de conciencia que se estructuran en una sola unidad en una escala determinada; esta unidad junto a otras se estructuran en una escala superior e inclusiva, y así sucesivamente.

En una teoría realista del conocimiento, se puede distinguir, en primer lugar, los órganos de sensación que reciben distintas sensaciones del objeto de conocimiento de la realidad material. Éstas se estructuran como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De las imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la mente abstrae la esencia y estructura conceptos o ideas. Las sensaciones, las percepciones, las imágenes y los conceptos son todas representaciones (materiales y objetivas) de la realidad en distintas escalas de la estructuración psíquica-cognoscitiva. También los conceptos pueden ser estructurados lógicamente por nuestro pensamiento racional. La razón es una facultad de nuestra mente humana que combina lógicamente los conceptos estructurados ontológicamente como proposiciones, posibilitando un conocimiento ulterior que no se encontraba en las representaciones psíquicas.

Nuestro intelecto puede conocer “la cosa en sí” kantiana mediante la estructuración ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta estructuración es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observarlas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad.

Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, se puede afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no están sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.

En conclusión, si para Kant el conocimiento es una actividad desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del sujeto, para esta teoría del conocimiento se trata de una actividad intelectual del sujeto que comienza en el objeto hasta llegar a la idea a través de su capacidad sintetizadora que va estructurando representaciones de escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades discretas de estas representaciones provienen del objeto, de modo que las representaciones, si son verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el contrario, se puede afirmar que las ideas más sublimes, si son verdaderas, corresponden a esta “caótica” y compleja realidad y derivan de ella. Los juicios sintéticos metafísicos no son a priori, como insistía Kant, sino que son enteramente a posteriori.

Realidad y misterio

El conocimiento en un sujeto se produce por su relación cognitiva con un objeto. No sólo sin la concurrencia de ambos no hay conocimiento, sino que el sujeto que conoce ha evolucionado según la naturaleza del objeto, del mismo modo como el ojo humano fue evolucionando para ser sensible a las principales longitudes de onda que irradia el Sol. Tal como la eficiencia del ojo humano –y de una mayoría de animales– es máxima para percibir la luz solar que se refleja en las cosas, la eficiencia del intelecto humano es máxima para conocer el entorno donde el ser humano debe sobrevivir. De hecho, el ser humano es la especie animal mejor adaptada a la biosfera terrestre si uno lo mide por el éxito obtenido. Si el intelecto no pudiera conocer eficientemente la realidad de su medio, la especie humana ya habría desaparecido de la faz de la Tierra.

El objeto de nuestro conocimiento es por tanto nuestro universo y las cosas que contiene, que es lo que llamamos realidad. La primera apreciación que surge, que ha sido la experiencia humana desde la aparición del pensamiento racional y abstracto, es que el universo se nos presenta como misterioso y las cosas como caóticas o gobernadas por poderes inasibles. Desentrañar el misterio y el caos es un asunto de una experiencia personal y colectiva esencialmente crítica, mediante la cual las relaciones ontológicas, causales y lógicas obtenidas pasan por el filtro de su fiel correspondencia con la realidad objetiva. Por las relaciones ontológicas podemos llegar a encontrar el significado, el sentido y la unidad de las cosas. Por las relaciones causales que observamos en las cosas podemos llegar a descubrir las leyes naturales, el orden y las jerarquías entre las cosas. Por las relaciones lógicas podemos superar las contradicciones y obtener un conocimiento cierto y más allá de nuestra experiencia directa de las cosas. Las relaciones metafísicas, que nos permiten definir los elementos trascendentales de las relaciones mencionadas, no tienen gravitación alguna en nuestra supervivencia, pero nos posibilita entender la realidad con mayor profundidad.

La realidad es el mundo objetivo potencialmente inteligible, es decir, es todo aquello que está en el espacio y en el tiempo del universo entero y que está además referido a nuestro conocimiento de una u otra manera. Esta doble afirmación nos define, por una parte, el objeto material o campo de estudio de tanto la filosofía como la ciencia y, por la otra, nos enfrenta de inmediato con dos polos elementales: el sujeto que conoce y el objeto cognoscible. Pero también nos genera dos problemas: el del conocimiento y el del ser, esto es, el epistemológico (¿qué es inteligible? o ¿qué conoce el sujeto?) y el metafísico (¿qué es en último término el objeto?).

Ambos problemas se condicionan mutuamente, y una determinada explicación de una de estas interrogantes también responde de alguna manera a la otra. Veremos más adelante que el problema se agudiza cuando, previo a resolver el problema epistemológico que busca una respuesta a qué verdaderamente conocemos, se debe buscar la solución a cómo conocemos en efecto, problema este último relacionado con la psicología, pero que debe ser resuelto por lo que se puede denominar “teoría del conocimiento”, para hacer la apropiada distinción con la epistemología.

Desde una perspectiva semejante a la que origina nuestra teoría del conocimiento, podemos formular la siguiente pregunta al ser: ¿cómo es? Esta pregunta, en realidad, se desdobla en dos: ¿cómo funciona? y ¿cómo está estructurado? El método para contestar estas preguntas, surgido de la ciencia positiva, constituye también una de las principales preocupaciones de este ensayo. Y del mismo modo como la pregunta metafísica de ¿qué es el ser? se resuelve principalmente en la existencia, puesto que sólo aquello que existe es, veremos más adelante que la pregunta científica ¿cómo es el ser? supone la realidad objetiva del universo y de las cosas que contiene, lo que confiere validez al “qué es” de la filosofía.

La distancia que media entre la realidad y el intelecto está dada por nuestras capacidades cognoscitivas (distinguiré entre “cognoscitivo”, que es específico del pensamiento racional y abstracto, del término más genérico “cognitivo”, que se refiere a toda capacidad biológica de conocer). Sin embargo, la desproporción entre la inmensidad de la realidad y nuestras limitaciones espacio-temporales es inconmensurable. La realidad es infinita. Podríamos imaginarla como no solamente constituida por infinitos puntos espaciales en infinitos instantes, sino también como la relación de cada uno de estos puntos espacio-temporales con todos los demás. Pero puesto que no tenemos simplemente el poder para ser observadores de todos los puntos y datos cognoscibles, es evidente que nuestra capacidad cognitiva no puede abarcar la infinitud de la realidad.

Por el contrario, con la realidad tenemos una capacidad muy limitada para establecer contacto, y lo podemos efectuar únicamente a través de nuestros órganos de sensación y nuestros sentidos de percepción durante el relativamente breve lapso de nuestras vidas y desde el pequeño ámbito de nuestra existencia. Además, de aquello que sentimos, solamente percibimos una pequeña parte. Por lo tanto, aunque nuestras capacidades cognitivas pueden contener y relacionar una relativamente enorme cantidad de los datos percibidos, éstos corresponden a una extraordinariamente ínfima fracción de la realidad posible de ser conocida.

No es extraño por tanto que toda situación, hecho o fenómeno no sea univalente, sino que admita una multiplicidad de perspectivas para ser observado. Cada punto de vista produce su propio significado. De allí que una misma cosa pueda ser concebida de múltiples maneras, y que dos individuos puedan tener concepciones diametralmente opuestas sobre ella. Esta disparidad se agudiza cuando interviene la afectividad (emociones y sentimientos), como es normal que ocurra. Por ejemplo, en materias de religión y política se hace usualmente muy difícil concordar sobre significados, sentidos, sucesos y hasta hechos elementales sin que antes aflore la pasión que ciega cualquier razonamiento. Al parecer, la identificación afectiva a una tribu desde una tierna edad fue un elemento decisivo en el transitar humano por la evolución de la especie.

Sin embargo, a pesar de las distintas interpretaciones que podamos derivar de un mismo hecho, existen efectivamente bases objetivas para concebirlo en su realidad. Del completo relativismo que sólo supone pura subjetividad, es posible llegar a verdades objetivas y a concepciones que corresponden certeramente con el hecho que observamos desde alguna particular perspectiva y que traten la cosa como ésta es necesariamente. Una piedra, por referirme a uno de los objetos más simples, es mucho más que la apariencia fenoménica kantiana que observa, por ejemplo, el pintor como sólo forma y color. Para la imaginación de un cazador paleolítico ella no sólo podía ser un mazo para cascar bayas o un proyectil, sino que su inteligencia podía transformarla mediante sus hábiles manos, tras certeros golpes dados con otra piedra en determinados puntos y en determinados ángulos, en un cuchillo o en un hacha. También podía servirle de significativo amuleto o esculpir en aquella la figura de un reverenciado tótem. Para un campesino del neolítico, representaba un estorbo para su arado, pero un importante elemento más para una pirca, un drenaje o un cimiento. Un moderno geólogo, un minearólogo, un escultor, un arquitecto, un físico o un ingeniero, conocen de aquella más que su pura apariencia. Descubren sus funciones y sus subestructuras, sus orígenes, limitaciones y posibilidades. Un filósofo no puede contentarse con la afirmación de Kant que la piedra en cuestión, como cualquier otra cosa, no pueda conocerse en sí misma, sabiendo además que esta afirmación provenía del prejuicio idealista que confiere realidad a la idea por sobre la cosa. Es decir, no sólo se puede llegar a una certeza fenomenológica, sino que a descubrir con necesidad la verdad de la cosa en sí, con lo que el profundo misterio de la realidad es posible ser superado.

Como la ciencia puede concluir con cada descubrimiento, la realidad no es caótica. Cada uno de estos infinitos puntos de cada uno de estos infinitos instantes está relacionado de alguna u otra manera inteligible con cada otro punto de cada otro instante. La clave de la cognición humana se encuentra precisamente en lo relevante que pueden tener las relaciones existentes en las cosas en sí mismas, las que podemos conocer, y las relaciones que podemos efectuar acerca de éstas con la finalidad de constituirlas en objetos de nuestro conocimiento. Para ello debemos responder a la pregunta de cómo es posible que podamos tener representaciones mentales de objetos reales cuando aquéllas son abstractas y universales y la realidad es de cosas concretas y singulares. ¿Cómo es posible que las ideas, que provienen de nuestra experiencia con la realidad, puedan representar válidamente la realidad? La respuesta a esta trascendental pregunta que ha agobiado a tantos filósofos debe encontrarse en las mismas características de la realidad como también de nuestro intelecto que evolucionó para irse adaptando para conocer mejor dicha realidad.

Ciertamente, desde el ascenso de la ciencia moderna, se nos ha hecho claro que la realidad no es caótica, como tantos filósofos habían anteriormente supuesto. Pero ella es más que orden. Así, pues, las cosas del universo tienen un origen común, están compuestas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerzas comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que son deterministas, tienen la capacidad para ordenarse, organizarse y estructurarse. En consecuencia, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.

Relaciones

Las cualidades o características propias de la realidad permiten al intelecto humano estructurar ideas abstractas que la representan fielmente, pues, debido a la unidad fundamental y original de las cosas, el intelecto abstracto y lógico puede relacionar la pluralidad de éstas. Esto es, si podemos tener representaciones abstractas y universales de una realidad de cosas concretas e individuales es porque la realidad tiene ciertas características que nuestro pensamiento abstracto y racional puede conocer y relacionar. Si el mundo real,  que es concreto, es de individuos, el mundo de las ideas, que es abstracto, es de relaciones reales que existen entre los individuos concretos y que la mente humana es capaz de descubrir.

Existen tres tipos de relaciones que podemos efectuar en la escala de las ideas: la relación ontológica, la relación metafísica y la relación causal. Por una parte, un dato se produce cuando dos o más de estas unidades singulares las relacionamos (estructuramos) para individualizarlas. Una singularidad no nos es cognoscible; una individualidad sí lo es. Una singularidad tiene referencia con nada, sino consigo misma, lo cual hace que lo singular, aunque es tan real como lo plural, no sea un objeto inteligible para nuestra razón. La inteligibilidad se produce cuando relacionamos las singularidades. Un ‘árbol’ es un objeto del paisaje que está compuesto por tronco y follaje y nos da sombra.

Una individualidad está referida o relacionada a algo, de modo que conocemos algo porque está referido a un otro que nos puede decir algo de ello. Estas relaciones pueden ser efectuadas incluso entre las relaciones realizadas en un proceso cuyo límite es, no la unidad, sino el común denominador de de todas las singularidades, que se identifica con el ser. En consecuencia, nuestro conocimiento objetivo es de lo plural, no de lo singular. De este modo, cada punto singular es potencialmente una unidad discreta fundamental para estructurar un dato, es decir, un objeto de conocimiento, el cual es, a su vez, la unidad discreta de nuestro conocimiento objetivo. Nuestro intelecto puede no sólo relacionar dos unidades singulares para conocer una cosa, sino que, por el mismo mecanismo, puede relacionar y estructurar diversas cosas y obtener una idea más universal y abstracta que las represente.

Por otra parte, la infinidad de puntos se relacionan entre sí porque han tenido el mismo origen y están afectos al mismo tipo de fuerzas, que hace que se comporten en forma similar, y existen además en el mismo universo, que es la condición necesaria y el marco de referencia absoluto que le otorga la capacidad para afectarse mutuamente y estructurarse. De este modo, la realidad no sólo se compone de unidades que pueden relacionarse entre sí y conformar entidades abstractas mayores, sino que las partes individuales o colectivas se afectan causalmente entre sí de modos tan determinados que conociendo dichos modos podemos conocer las relaciones que existen entre las partes. Estas relaciones causales, que son propias de las cosas, nuestra mente puede conocerlas y puede además llegar a universalizarlas para todos los fenómenos del mismo orden.

Igualmente, ya en la escala de las imágenes, que es común a todos los organismos cerebrados, tanto animales como humanos, debemos subrayar que la realidad es el ámbito del ser en cuanto existencia, y el intelecto es un instrumento que sirve al organismo para sobrevivir en ella, indicando qué cosas pueden satisfacer los apetitos y cuáles constituyen un peligro para la supervivencia. El intelecto, ya sea racional o instintivo, también sirve para determinar los medios para alcanzar dichos fines. En un sentido estricto, la realidad interesa al sujeto cognoscente únicamente en lo concerniente con su supervivencia y reproducción, y su intelecto es un órgano cuya función es la conciencia de lo otro, que es el conocer el entorno con el cual el sujeto se relaciona para sobrevivir y reproducirse. En este sentido, la realidad es parcializada respecto a lo que importa por el interés de sobrevivir y reproducirse.

El intelecto se nutre de los datos aportados por los órganos de sensación, los que captan determinadas manifestaciones de la realidad. Así, la realidad de un perro está llena de aromas y sonidos que un ser humano jamás podría soñar que son posibles. Para sobrevivir, es necesario para el perro conocer lo indispensable de la realidad en tal sentido. Si en la realidad de un ciego de nacimiento no existe ni luz ni color, y en la de un analfabeto, Napoleón, Mozambique o Andrómeda carecen de significación, ambos conocen lo suficiente de la realidad que les permite sobrevivir. Desde luego, las posibilidades para una mejor calidad de vida aumentan si el individuo no es ciego y está en posesión de un mayor conocimiento.

La realidad es mucho mayor que lo existente, ya que trasciende el tiempo. La realidad es pasado, presente y futuro; es además lo que pudo ser y lo que podría llegar a ser. En cambio, lo existente es solamente presente: aquello que existe, que actualiza la relación de causa-efecto, que en el futuro es potencia y en el pasado ya no es. Lo existente existe en el infinitesimal instante que dura el presente, mientras que el tiempo de lo real comprende los tres tiempos. En consecuencia, es conveniente tener conciencia que por nuestras limitaciones no sólo cuantitativas, sino también cualitativas, la realidad constituirá siempre un misterio para nosotros. Además, lo existente es mucho mayor que lo real, ya que trasciende el espacio-tiempo, pudiendo incluir a Dios. En este sentido, Dios no es irreal, sino que no pertenece a nuestro universo –es su creador–, que es el ámbito de lo real. Además, lo real, en cuanto inteligible, es menor que lo existente.

Veíamos que no todas las dimensiones de lo existente nos son necesariamente inteligibles. No podemos negar la posibilidad de existencias que no son accesibles a nuestros órganos de sensación, pues éstos no surgieron para conocer toda la realidad, sino únicamente la parte de la realidad que afecta nuestra supervivencia y reproducción. Las ondas hertzianas, por ejemplo, nos fueron desconocidas hasta que Guglielmo Marconi (1874-1937) comprobó su existencia. Y actualmente, si no disponemos de un aparato de radio o de televisión que las transforman en señales sensibles, no podríamos tener conocimiento de ellas. Es posible que existan en el universo otras emanaciones imperceptibles desde las cosas que contiene, para las cuales no tengamos (o no sea posible construir) instrumentos para medirlas y transformarlas en señales sensibles. De ahí que sea posible que la realidad, que incluye lo existente, contenga dimensiones que no sólo sean actualmente inaccesibles, sino insuperables para nuestra experiencia. El problema que existe entre nuestro limitado conocimiento y la ilimitada realidad se agudiza cuando exigimos además al primero conocer aún más de la segunda, como cuando, respecto a la realidad, pretendemos encontrar nuestras identidades y el sentido de nuestras vidas.

Si la dimensión espacio-temporal es parte de la explicación de lo real y lo existente, ¿cómo podemos designar aquello que es “algo” de alguna manera, si acaso así fuera, pero que no está en nuestro universo espacio-temporal? Siendo el universo espacio-temporal nuestra única fuente de conocimiento, no estamos en condiciones para negarle la posibilidad de ser a los algos “fuera” del universo, ni tampoco, por extensión, a otros universos no espacio-temporales. La posibilidad de ser de tales “algos” es también parte del misterio, y tal vez la más insondable, siendo éstos absolutamente impenetrables tanto para la filosofía como para la ciencia.

Conocimiento universal

Con el advenimiento de la Edad Moderna surgió la tendencia a pensar que nuestro conocimiento depende de la cantidad de datos que pueda conocer, y que el conocimiento universal es posible si se logra conocer todos los casilleros de la realidad. Se suponía desde luego que, aunque nuestras capacidades cognoscitivas son limitadas, los datos de la realidad son relativamente homogéneos. Para René Descartes (1596-1650) el universo, su "res extensa", es pura extensión y está constituido de partes o unidades pertenecientes a una misma escala. De este modo, al universo se lo puede seccionar en partes homogéneas mediante su invento de las coordenadas, las que no sólo permiten dividir el espacio en unidades discretas, sino que también el tiempo, reflejando únicamente la variación y la composición para una sola escala particular, pero no permiten incluir escalas distintas. Sumido en el espíritu de su época, él estaba tan imbuido en su universo de partes discretas y homogéneas, que no logró distinguir las distintas escalas existentes en el universo.

Muchos científicos del siglo XIX, fuertemente influidos por Descartes, creían que el número de hechos científicos por aprender es finito. Con frecuencia, sentían que algún día se podría alcanzar la totalidad de la verdad del universo y su comprensión definitiva. La influencia de este punto de vista es patente en la educación escolar y en el ideal de la universidad que ha prevalecido principalmente en Europa continental y en las áreas geográficas influenciadas por su cultura. La educación debiera consistir en el aprendizaje de la mayor cantidad de estas distintas unidades homogéneas de que se compone el universo. Se cree que si los alumnos aprenden física, química, biología, matemáticas, filosofía, historia, geografía, las artes y las otras parcelas que supuestamente constituyen la realidad, se está en camino de obtener un conocimiento de todo el universo. Este aprendizaje consiste en la memorización de la información que imparte el profesor. Sin embargo, si lo que la educación persigue es la formación de un pensamiento abstracto y lógico, que sea además crítico, más convendría enfatizar la comprensión del lenguaje en la lectura y su expresión en la escritura además de en el habla. La información vendría como una consecuencia del esfuerzo de leer y escribir, esfuerzo que generaría una mente estructuradora y lógica.

También siguiendo la tradición cartesiana, nuestro actual mundo de la informática ha intensificado el mito de que el conocimiento de la realidad depende de la cantidad de datos, supuestamente homogéneos, y existe la esperanza de que mientras mayor sea la información de este tipo que seamos capaces de asimilar, mayor será nuestro conocimiento. De ahí el énfasis puesto en el desarrollo de memorias de datos, procesamientos de datos, accesos a datos, comunicaciones y redes de comunicaciones de datos, con la fabricación de computadoras cada vez más rápidas y de mayor capacidad de memoria y de procesos y con el establecimiento de mayores redes de comunicaciones.

Desde el punto de vista que hemos adoptado, la anterior creencia aparece como parcialmente correcta. Pero lo que llega a ser homogéneo dentro de la infinita heterogeneidad del universo no son simplemente los datos, sino que, en primer lugar, las relaciones causales entre las cosas; puesto que, por el hecho de que éstas obedecen a leyes muy determinadas, nosotros podemos llegar a tener una idea del universo que llega a ser más verdadera mientras mejor conozcamos las leyes que lo rigen, las características de las fuerzas que operan y la funcionalidad de las cosas que se relacionan causalmente entre sí. Esto es, primero, cosas similares se comportan de modos similares bajo condiciones similares y, segundo, toda cosa viene necesariamente a ser por una causa determinada.

En segunda instancia, también son homogéneas las relaciones ontológicas, es decir, las cosas similares que nuestro intelecto relaciona en el proceso de abstracción, agrupándolas en conjuntos genéricos, o ideas generales, a los que se refieren los conjuntos más particulares e incluso las unidades individuales.

Nuestro intelecto relaciona entes distintos para estructurar una proposición o un juicio que resulta ser relevante para representar la realidad. Podemos decir que ‘el Sol genera fuerza de gravedad’ para indicar una de sus funciones causales. También podemos afirmar que ‘nuestro Sol es una estrella’ en una relación ontológica que está indicando que el Sol es parte del conjunto estrella.

De ambos tipos de relaciones podemos además deducir, y también inducir, proposiciones o juicios a través de relaciones lógicas de relaciones ontológicas anteriores y producir mayor conocimiento.

Sin embargo, un conocimiento de más partes no nos dice mucho más respecto del todo que las contiene. El conocimiento de la tabla periódica, por ejemplo, no proviene tras conocer hasta el último elemento atómico. Primeramente, para conocer un todo, debemos por cierto analizar sus partes, y no necesariamente todas éstas, y posteriormente, lo que es más importante, relacionarlas a través de un esfuerzo sintetizador. Esta síntesis no sigue necesariamente del continuar conociendo partes, o datos, como hubiera supuesto Descartes, sino que del conocimiento de las funciones de las partes y de las partes de las partes, lo cual exige bastante esfuerzo intelectual. Es posible encontrar aquello que las puede relacionar causal u ontológicamente dentro de un todo en que, conociendo la relación, se conoce el todo que las contiene y hasta sus funciones. Y este todo se encuentra en una escala que incluye la escala de las partes. Últimamente ha surgido el término “holístico” para describir este esfuerzo de comprensión, ubicándose en una escala superior.

Siguiendo muy de cerca la ciencia-ficción, algunos cientistas en inteligencia artificial imaginan que sería un gran avance para la humanidad si se pudiera enchufar una computadora que almacena billones de megabytes de información al cerebro humano. Sin duda, ellos siguen la tradicional escuela de educación que supone que basta que los alumnos tengan buena memoria para que puedan almacenar las valiosas lecciones que se les imparte. Olvidan que para conocer se requiere entender, que es el relacionar ontológico y lógico, y esta actividad interna demanda un gran esfuerzo personal. Además, si no superamos la falsa creencia en que en el mayor conocimiento de datos y de análisis de datos alcanzaremos mayor sabiduría, nos quedaremos en un nivel basto, trivial y fútil de conocimientos, en el que no sabremos encontrar dentro del misterio del universo el por qué y el sentido de las cosas.

El problema del conocimiento universal es que, al acercarnos al misterio, la verdad se nos hace más evasiva. Una relación ontológica, como “el gato es un animal”, la entiende un niño apenas comienza a hablar. Igualmente, una relación causal, como “el viento mueve la hoja”, nos es fácilmente comprensible. Pero la realidad no se compone únicamente de relaciones tan simples. El universo es un todo de relaciones que pueden ser potencialmente objeto del conocimiento humano. Pero su cabal comprensión y su verdadera representación intelectual eluden las capacidades del intelecto más potente. La escala de abstracción requerida para comprender tantas relaciones no se acaba en el fácil expediente de concluir que todo “es”. Si uno quiere encontrar respuestas a cuestiones como, por ejemplo, el sentido de la vida humana, nuestra relación con las cosas, nuestra relación con los otros, etc., necesitaremos sin duda de mucha sabiduría, humildad y atención a la experiencia de los demás.

Del mito al conocimiento objetivo

La realidad es un misterio que nos incita a preguntar. Sin duda, como seres humanos, no sólo nos preocupa el conocimiento para mejorar nuestras oportunidades de supervivencia y reproducción, también nos preocupa conocer acerca de nuestra existencia y nuestro destino en una realidad que aparece tan confusa. Nuestro intelecto es inquisitivo respecto al misterio de la realidad. No se conforma únicamente con lo que percibe en forma inmediata y que permite a cualquier ser vivo llegar a satisfacer la gama de apetitos inducidos por las necesidades de su supervivencia y reproducción. Los seres humanos necesitamos explicaciones buscando respuestas a los dónde, cuándo, cómo, quién, para qué, por qué y qué de las cosas y el acontecer. En las respuestas perseguimos mejorar nuestras oportunidades para sobrevivir, incluso a la muerte, de la cual somos tan cruda y dramáticamente conscientes, y encontrar la protección y la seguridad de las poderosas fuerzas del universo. Desde el momento mismo que nuestros antepasados pudieron formular estas preguntas, dieron explicaciones sobre las cosas y el acontecer. Frente al misterio de la realidad, las respuestas no fueron evidentemente muy certeras. El filtro de la experiencia las fue depurando, y una cierta sabiduría sobre una mejor forma de vivir y adaptarse al medio se fue construyendo en lo que constituye la cultura y la ética.

Un orden, una racionalidad y una organización son el producto cultural y ético de generaciones. De ahí que también tengan la capacidad para persistir en el tiempo y ser muy resilientes a las fuerzas contrarias, a los embates de los duros hechos y a los realistas acontecimientos que determinan nuestra propia supervivencia y reproducción.

La necesidad de encontrar orden en el aparente caos y de obtener control y dominio sobre las numerosas, poderosas y arbitrarias fuerzas existentes en la realidad ha conducido a los seres humanos a responder a aquellas preguntas con el propósito, primero, de conseguir la posesión de un sistema conceptual unificado que explique del modo más coherente posible la realidad y su acontecer y, segundo, adoptar una conducta consecuente que sirva para sobrevivir y reproducirse más ventajosamente. El mito es una explicación del misterio, pero constituye una parcela de realidad encerrada en forma intencional y artificiosa. No obstante, a pesar de que constituye un sistema cerrado a partir de premisas legendarias que intentan responder al por qué de las cosas, posibilita a los seres humanos relacionarse con el medio y entre ellos mismos en forma más favorable y en distintas escalas. Para hacerlo más aceptable y creíble, se crean instituciones que lo justifican y lo refuerzan, y hasta se elaboran ritos que le otorgan una dimensión inviolable y sagrada. El poder del mito es a veces tan grande que, antes de poner en tela de juicio una verdad que éste afirma, se llega a dudar de la propia realidad.

Pero el mito es inestable, lo que no significa necesariamente que sea frágil y perecedero. Cambia lentamente, forzado por la realidad cambiante, pero tiende a ser resiliente, a recuperar su organización original. Pretende explicar una totalidad, cuando lo que hace es justamente delimitarla. Así, su cohesión interna se rompe cuando por fuerza resurge lo que el sistema omitió, no quiso aceptar o posteriormente descubrió. Su inestabilidad es causada por la falsedad o la parcialidad que contiene, pero su efectividad reside en la capacidad que ha adquirido para posibilitarnos una adaptación circunstancial más favorable al medio. Por ello, el mito es, más que una explicación práctica del misterio, la forma intuitivamente efectiva y afectiva que tenemos de interrelacionarnos con la realidad y que de alguna u otra manera ha sido acreditada y decantada por la experiencia colectiva. No pretende en modo alguno su confirmación científica.

El mito asume un modo de funcionamiento de la realidad y de nosotros en ella cuando de algún modo responde al por qué de las cosas. Requiere de sacerdotes que realicen los ritos para reactualizarlo, dándole presencia y permanencia. Pero aquello que principalmente lo reivindica es la urgente necesidad para responder al dónde y al cuándo de la realidad. Ambas preguntas, que persiguen asegurar que nuestra acción sea lo más efectiva posible, apuntan a ubicarla en un espacio determinado y en un tiempo futuro: ¿dónde y cuándo el Nilo anegará, fertilizando la tierra? ¿Dónde y cuándo Jerjes atacará con su ejército? ¿Dónde y cuándo se establecerá el Comunismo? ¿Dónde y cuándo habrá crisis económica?

En este sentido el mito recurre a adivinos, profetas, oráculos, augures, hechiceros, garúes, los “expertos” de nuestros tiempos, para responder a estas preguntas que aparecen ser tan vitales para quien las formula, y que aparecen depender de la fortuna y del destino. No existiendo alguna manera de conocer objetivamente la causalidad natural, surge la credulidad en el dictamen de la autoridad reputada de poder revelar el acontecer.

La realidad se presenta ciertamente en forma caótica, donde las cosas ocurren aparentemente en forma casual, por azar y por capricho. Si existe algún orden en el universo, se supone que es porque alguna potencia sobrenatural lo debe establecer. La creencia de que un poder divino puede asegurar la incertidumbre del destino queda frecuentemente asentada. Se cree que ninguna cosa ocurre al azar o por sí misma, sino que todas son llevadas a cabo de acuerdo a una decisión definida y establecida por los dioses y poderes sobrenaturales, siendo, por ejemplo, algunos de ellos la diosa Naturaleza y el dios Razón. En otro tiempo nuestros abuelos creyeron que la Razón debía someter a la Naturaleza. Ahora tendemos a creer que la Naturaleza ha sido violentada por el irracional desenfreno expoliador y destructor de los seres humanos, y para recuperar la perdida armonía, debe haber una especie de expiación ecologista colectiva que consiga aplacarla.

Desde una perspectiva más funcional a nuestro ser humanos podemos pensar que, aunque el mito no constituye un conocimiento objetivo ni menos llega a la verdad última de las cosas, si acaso esto fuera posible, es no obstante un poderoso motor social que moviliza a los individuos de la colectividad, sosteniéndolos en una cierta dirección con causas que no necesitan ser verdaderas ni que consigan una finalidad práctica. Probablemente, la mecánica del mito no consiste en un deseo por obtener la verdad, sino en la necesidad de conseguir la subsistencia del grupo social mediante el agrupamiento, la identificación con la colectividad, el acuerdo acerca de algún objetivo, válido o no, para una acción, la concordancia del pensamiento y la intolerancia a la disidencia, la concertación basada en la conciencia acerca del origen común en un pasado protohistórico o incluso meta histórico, es decir, lo que se ha llegado a denominar el “ethos cultural.”

En el proceso del pensamiento humano que ha sido fiel a la crítica de las interrogantes que dan origen al mito, se ha llegado históricamente a las interrogantes que han dado origen a la filosofía y a la ciencia. La necesidad intelectual por obtener una explicación más valedera y objetiva de la realidad y su acontecer ha conducido al planteamiento de preguntas más directas y críticas. La primera de ellas, y que educe las restantes es la de “¿por qué de los porqués?”

La necesidad de vislumbrar mayor unidad, orden, armonía en el mundo, es decir, mayor comprensión de la realidad, indujo desde los primeros filósofos en la antigua Grecia a relacionarse con el mundo mediante la pregunta metafísica “¿por qué es?”, y que busca dilucidar qué es lo trascendental de las relaciones ontológicas que articulamos. Las relaciones ontológicas son producidas por el pensamiento abstracto, respondiendo al “¿qué es?” como, por ejemplo, Juan ‘es’ un hombre. En otras palabras, es la relación de una entidad individual como unidad discreta con una entidad más universal. Existe el entendimiento que la verdad de cada una de todas relaciones ontológicas no logra superar las contradicciones que ocultan la verdad más universal. Se requiere estructurar estas relaciones en un sistema racional unificador trascendente, y este ejercicio es la metafísica.

Solamente con el advenimiento del método empírico, que se ocupa principalmente por el cambio, fue posible responder con certeza al “¿cómo son las cosas?” y al “¿por qué son como son las cosas?”. Por las respuestas a estas preguntas podemos conocer las cosas objetivamente. La pregunta “¿qué es una cosa?” procura coger la esencia de las cosas con relación a esencias más genéricas. La pregunta “¿cómo es una cosa?” busca una respuesta que nos describa la organización o estructura de las cosas, su morfología y su composición, por ejemplo, “¿cómo es la estructura del agua?”. Mientras la pregunta “¿por qué es como es?” se dirige al génesis y funcionamiento de las cosas, por ejemplo, “¿por qué el oxígeno se combina con hidrógeno para formar agua?” Estas preguntas apuntan precisamente a las relaciones causales. En consecuencia, ambas ramas del saber objetivo, que son la filosofía y la ciencia, provienen respectivamente de sendas preguntas educidas por la pregunta general “¿por qué es?”, que inquiere primeramente sobre la realidad.

Esto no significa que estas dos series de preguntas separen radicalmente las dos disciplinas del conocimiento objetivo. En realidad, ambas preguntas están de algún modo relacionadas. Una respuesta cierta a la pregunta científica “¿cómo es?” nos puede entregar una respuesta más verdadera a la pregunta ontológica “¿qué es?”, siempre que ambas respuestas hayan sido educidas por la pregunta metafísica “¿por qué es?”. Esto significa que, en último término, los “¿cómo es?” y los “¿por qué es como es?” pueden validar plenamente al “¿qué es?” trascendental y, en último término, al “¿por qué es?”. Es decir, la verdad de la filosofía puede ser validada plenamente recurriendo a la certeza de la ciencia.

La trascendentalidad del conocimiento objetivo

Gracias a nuestro pensamiento abstracto, tenemos la capacidad para relacionar las representaciones concretas de las cosas individuales y estructurar ideas abstractas y más universales por lo que les son en común. La idea de lápiz que una persona puede tener contiene, como sus unidades discretas, las múltiples imágenes de los lápices de los que ella en particular ha tenido experiencia, esto es, formas, colores, materiales; y todos estos elementos, que pueden variar infinitamente, conforman específicamente lo que es común a todos estos artefacto concretos. Aquello que es común a todos ellos es la esencia y produce una idea o un concepto. En el caso del lápiz, la esencia se refiere a una estructura que tiene la función de rayar con trazos o puntos un papel o cualquier otra superficie similar. Un lápiz es en efecto un artefacto manual que sirve en particular para escribir y dibujar sobre papel. Cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función específica más relevante.

Ciertamente, la idea de lápiz que una persona llega a tener es en cierto modo idéntica a la idea de lápiz de otra persona que también ha tenido experiencias con lápices, aunque haya sido uno solo de éstos. Esta idea personal puede ser perfeccionada por la comunicación de las experiencias de la otra persona, como cuando esta otra persona le informa a la primera que, por ejemplo, un lápiz contiene una mina de grafito a lo largo de su centro. Incluso le puede definir la esencia de un lápiz a la primera si ésta nunca ha visto o tenido un lápiz en sus manos.

Siendo entonces la idea una representación abstracta en la mente humana de una cosa concreta e individual, que es universal en cuanto se aplica a todas las cosas del mismo tipo, y que es además comunicable y, por lo tanto, compartida, codificable, memorizable, los idealistas han llegado a suponer que la idea trasciende la cosa hasta el límite de existir en forma independiente de la cosa.

El idealismo filosófico supone que la idea es más real que los objetos del mundo sensible. Platón (427 a. C. - 347 a. C.), su primer exponente, supuso que la Idea es más perfecta que la cosa sensible que representa, y, consecuentemente, si por ello el mundo de las Ideas es más real que el mundo sensible, un ser humano, humilde habitante del mundo sensible, debe tener otra manera de conocer las Ideas que no sea puramente a partir de su experiencia sensible en este imperfecto mundo. Kant, preocupado porque no pudo concebir que la trascendentalidad de la idea provenga de nuestra experiencia, a posteriori, estableció el poder formativo a priori de la razón para producirla. Así, el conocimiento está estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia sensible y culmina en la unidad suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales del todo, conformando el objeto inteligible; este proceso transforma lo material en inmaterial mediante la forma a priori y obliga a postular un objeto como un contenido de conciencia y separado por completo de la cosa en sí. Posteriormente, J. G. F. Hegel (1770-1831) simplemente independizó la razón del ser humano y le dio existencia propia. El problema con el idealismo es que termina por desconfiar de nuestro conocimiento al anclarlo en el sujeto y por identificar subjetividad con subjetivismo.

En contra del idealismo filosófico, se puede establecer que el conocimiento objetivo, a posteriori, que proviene de nuestra experiencia de la realidad, puede adquirir el valor de trascendental y ser aplicado a la totalidad de las cosas del mismo tipo del universo en forma necesaria. Para ello, en una primera instancia, nuestra razón debe –y en efecto puede– superar la singularidad de la experiencia para constituir un dato concreto e individual y ser capaz de sintetizar estos datos en relaciones ontológicas que son conocimiento abstracto correspondiente a representaciones de escalas cada vez mayores. Pero el intelecto efectúa este conocimiento sintético no porque la realidad sea caótica, sino porque en ella hay un orden intrínseco. Antes se debe, no obstante, superar el principio de incertidumbre postulado por Werner Heisenberg (1901-1976).

Para Heisenberg fue claro que su principio de incertidumbre sirve para explicar el comportamiento de las partículas subatómicas cuando observó que medir es alterar y que, por lo tanto, no se puede saber con certeza el lugar de una partícula en su trayectoria. La escala del fenómeno que estaba analizando es en realidad la escala fundamental. Una escala inferior a ésta no existe, pues no tiene ni espacio ni tiempo. Estos parámetros comienzan a tener existencia sólo a partir de la escala fundamental que les impone una dimensión mínima y no de cero.

Lo que resulta verdaderamente notable es que parte del postulado de Heisenberg es también válido si lo extendemos a todos los fenómenos que ocurren en el universo. Esto es, las cosas son discretas e indeterministas en su propia escala, cualquiera que ésta sea, pero en la escala superior el fenómeno se torna continuo y determinista. Un árbol es una unidad discreta del bosque, donde para la propia existencia de éste aquél es indeterminista, pudiendo existir o no sin afectar la esencia de bosque. En la escala que sigue el indeterminismo cuántico se transforma en determinismo. Un bosque es necesariamente un conjunto de árboles.

El indeterminismo reaparece transformándose en leyes naturales, puesto que reaparece también la continuidad. Lo que es una relación puramente mecánica en una escala se torna en un fenómeno dinámico en la escala que sigue. La explicación para ello es que si bien la mecánica cuántica trata fundamentalmente de unidades discretas y está, en consecuencia, sujeta a la estadística, en una escala mayor el número de las unidades crece hasta ser irrelevante la estadística y aparecer la necesidad con certidumbre.

Un ejemplo nos puede ilustrar este concepto. El sonido puede ser reproducido electrónicamente en forma analógica o en forma digital. Por medio del primer método, las variaciones de volumen, tono y color se reproducen en otra escala, reproduciendo las mismas variaciones. Por medio del segundo método, las variaciones son parcializadas en unidades discretas, denominadas dígitos en la jerga electrónica, y son reproducidas en una escala aún mayor. Para el primer método, se emplean ecuaciones diferenciales; para el segundo, ecuaciones de diferencias. Por una parte, en la escala del oído humano, que comprende inclusivamente al menos dos escalas, no se distinguen las unidades discretas digitales de las del sonido natural y las variaciones se escuchan como si fueran idénticas. Por la otra, en la escala misma del sonido éste está también compuesto por unidades discretas que son las mismas vibraciones.

Hay que agregar que, además de diferenciarse el indeterminismo del determinismo por un asunto de escala, se diferencian por la distinción que podemos hacer entre estructura y función. El determinismo proviene de las formas que la materia adquiere necesariamente al estructurarse: dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno siempre estructuran una molécula de agua cuando se combinan; en tanto que el indeterminismo proviene del actuar en estas estructuras. Que tal o cual átomo llegue a combinarse con tal o cual otro es un asunto del azar y sujeto a la estadística.

Superada, de este modo, la incertidumbre fundamental postulada por Heisenberg, en una segunda instancia, nuestro conocimiento de la realidad puede adquirir el valor de trascendental y ser aplicado a la totalidad de las cosas del universo en forma necesaria cuando podemos obtener aquello que es común a todos los seres, que ha sido el elusivo y permanente anhelo de la metafísica. Sabemos ahora que este conocimiento debe reflejar el conocimiento empírico del método científico además de atender a las reglas de la lógica, ya que ambos modos de conocer provienen del modo de funcionar de las cosas de nuestro universo. Sin embargo, estos modos no logran garantizar que el conocimiento trascendental llegue a poseer la certeza absoluta. El camino de nuestra razón hacia la verdad plena del conocimiento objetivo está lleno de trampas puestas por nuestros prejuicios y errores, y además debe superar la ignorancia de lo que la ciencia aún no puede desvelar.

------------
NOTAS:
Continúa en http://sistemadelconocimiento.blogspot.com/
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde al Capítulo 1. “El objeto del conocimiento,” del Libro V, El pensamiento humano (ref. http://www.penhum.blogspot.com/),
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472